Es una pared enorme que se levanta del mar. En la pared los colectivos, los autos, las motos, trepan como hormigas lentísimas intentando llegar al cielo.
El cielo es plano, casi plano, corre el viento suave de agosto, caliente de agosto, húmedo del egeo, azul en los ojos de la gente, las cúpulas de las iglesias.
Serpeanteando entre las rutas angostas, porque todo en el cielo es tortuoso, rebuscado, apenas arrinconado contra el borde del final, nos deslizamos mirando el reloj, pasando las playas de arena negra y aguas oscuras y transparentes en una contradicción que la naturaleza no sabe resolver aun, se va la tarde, el sol ha decretado su ausencia hasta mañana y tenemos que llegar antes de que se lo trague el horizonte. Ahora el camino sube y se asoma a distintos abismos, abismos amables, de esos que no tendrías problemas que te “traguen”.
Oia es una ciudad en la cima del cielo, tan exuberante, que da miedo que se derrame por las laderas de la caldera de un volcán que ya no existe.
Oia es caminar por callecitas hermosas, mirar, mirar y dejarse conquistar camino al mejor lugar desde donde ver el final, el tremendo final dorado que solo el cielo puede tenernos preparado.
El egeo es un mar orgulloso, lleno de mitología, historia, batallas, amores y desde este atardecer, un pedazo del cielo fundido con mis sueños.
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